Historia del carnaval en el Peru

En el Perú es notable el carnaval de Cajamarca, y el de Lima  también era muy importante, pero ya ha sido olvidado, debido a la supresión de los feriados del lunes y martes de carnaval.

En la revista “Variedades” Nº 52, de Lima, 27 de febrero de 1909, página 1671, nos cuentan que “No obstante las nuevas conquistas que la industria va efectuando en todos los órdenes de la actividad humana, el juego del carnaval ha revestido, en Lima, el mismo carácter de criollismo que tenía ahora cincuenta años. El promedio de los habitantes de Lima, goza más, endilgándose sendos baldes de agua, que con los amanerados chisguetes y las melifluas serpentinas de papel. En los barrios populosos es un verdadero laberinto el que se arma con motivo de los clásicos días y muchas veces suelen acontecer desgracias lamentables”.

Incluyen varias fotografías, que reproducimos en esta nota, indicando ellos que sus fotógrafos “salieron a recorrer calles y balnearios, en busca de sucesos interesantes” y en las imágenes muestran el “entusiasmo que ha revestido el señor Don Carnaval en los tres gloriosos días de su santo”.

Por su parte, don Carlos Prince en su obra “Lima antigua” (Lima, Imprenta del Universo, 1890; reedición de César Coloma Porcari, Lima, Instituto Latinoamericano de Cultura y Desarrollo, 1992, páginas 38, 39), dice que “Las fiestas del Carnaval tienen tan grande aliciente para todas las clases sociales, que es casi imposible su desaparición. Ni la autoridad de policía, que anualmente publica bandos tres días antes de Carnaval, prohibiendo que se arroje agua de los balcones sobre los transeúntes y que se juegue en las calles, so pena de una multa, ha podido extinguir esta bárbara costumbre que se pierde en lo atrasado de los tiempos”.

Cuenta este autor que era “repugnante era ver bandas de gentes recorriendo las calles, con las caras horriblemente pintadas de mil colores y con fachas de furias: llevaban un arsenal de pinturas en polvo, y desgraciado del prójimo que se encontraba con ellos, porque no escapaba de ser pintado, de todos colores”.

Nos informa también que “Tanto a pie como a caballo andaban los lanzadores de huevos o cascarones llenos de agua de olor, de harina o de confites menudos, y acometían las casas donde llegaban a vislumbrar una hembra; si esos huevos eran arrojados por brazos vigorosos, solían tapar el ojo de una de las bellas beligerantes o dejarle en cualquiera otra parte de la cara un desagradable recuerdo!”

Muy duro es don Manuel Atanasio Fuentes en su “Guía del viajero en Lima” (Lima, Librería Central, 1860; reedición de César Coloma Porcari, Lima, Instituto Latinoamericano de Cultura y Desarrollo, 1998, página 266), ya que afirma que “Entre las diversiones inventadas por la barbarie, y cuya existencia apenas puede suponerse en un pueblo medianamente civilizado, ocupa uno de los primeros lugares el juego de carnestolendas. Se diría, y con razón, que en esos tres funestos días pierden el juicio las dos terceras partes de los habitantes de Lima, y que la otra tercera es la víctima de aquella locura”.

El Dr. Fuentes afirma además que “Desde que se sepa que el juego de carnaval consiste en echar agua sobre las personas, como se echaría sobre bestias a quienes se quiere refrescar; desde que se sepa que no se puede salir a la calle sin exponerse a ver brotar cataratas de todos los balcones y a ser acometidos por pandillas de gente soez, que en esos días no reconocen jerarquía superior; desde que se entienda que el agua de carnaval establece, como la muerte, una igualdad social más perfecta que la igualdad legal, no costará esfuerzo ninguno calcular los desórdenes y los daños que ocasiona ese maldito juego. Desgraciado el hombre o mujer que no pueda en esos tres días condenarse a una severa clausura; lo de menos es que un balde de agua puerca malogre su vestido; feliz si un catarro o alguna enfermedad más seria no lo manda a la cama a meditar en descanso sobre las delicias del carnaval”.

Cuenta también que, debido al fanatismo religioso de antaño, “el miércoles de ceniza todo el mundo recupera su juicio para recordar que el primer hombre fue de tierra, que nosotros somos de ídem, y que más tarde o más temprano nos hemos de convertir en puro ídem. A la llamada de la campana de las iglesias los más furiosos carnavalistas entran al templo y se hincan ante el sacerdote que les estampa en la frente una hermosa cruz de ceniza. La respetable matrona que ha pasado cincuenta carnavales creería, si no llevara la ceniza en la frente, que el diablo se le introduciría en el corazón”.

El mismo autor, en “Lima. Apuntes históricos, descriptivos y de costumbres” (París, Librería Firmin Didot, 1867, página 161), afirma que  “Aunque son varios los modos de refrescarse en carnaval, tres pueden considerarse como principales: la catarata, el jeringatorio y la proyección”.

Para el jeringatorio se empleaban “enormes jeringas de lata”, con las que “lanzan el agua a los balcones”. La proyección la hacían cuando “salen a caballo o a pie cargando canastillos con cascarones de huevos llenos de agua de olor, de harina o de confites menudos. Este último sistema de juego tiene la ventaja de romper los vidrios de los balcones, y si los huevos son arrojados por brazos vigorosos suelen tapar el ojo de una señorita o dejarle en cualquiera otra parte de la cara un agradable recuerdo del carnaval”. Y en el caso de la catarata consistía en el vaciado de un recipiente lleno de agua, desde un balcón, sobre una persona ubicada bajo éste.

El Dr. Fuentes nos ofrece tres bellos grabados que representan esas tres antiguas (y salvajes) formas de jugar al carnaval, en el Perú, que reproducimos en esta nota.

El carnaval, fuera de los desmanes que produjo y que combatían fuertemente personas de tanta calidad como los autores citados, pudo haberse controlado y encaminado a una diversión inofensiva en la que la población, en masa, manifestara su desbordante alegría.

Algunos gobernantes, como don Augusto B. Leguía, trataron de hacerlo, al establecer los “corsos” de carnaval y promover los bailes de máscaras y disfraces.

Lamentablemente el populacho nunca pudo ser controlado y debido a los excesos cometidos por éste se decidió suprimir los feriados mencionados, enviando, prácticamente, a la tumba, a una fiesta que pudo haber sido el summum de la alegría en Lima y el resto del Perú.

(Publicado en «Voces», Revista Cultural de Lima, año 11, N° 40, Lima, 2010, páginas 100-101).

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